Andrey se llama Natalia

By María Fernanda Cruz on 23 agosto, 201517 febrero, 2022

Ser transgénero significa ser persona. Ni más ni menos. Esta es la historia de cómo conocí a Natalia y cómo la he visto surgir una y mil veces para combatir los estereotipos sobre su orientación de género y sexual.

Natalia es una musa andante. Aquellas caderas voluminosas, su cuerpo extravagante, sus labios rosados, su manera de sonreír…todo en ella es exótico e impresionante.

La observo caminar desde los altos de un edificio donde nos reuniremos por primera vez. Los miro a ella y a los transeúntes. No solo yo me entero de lo guapa que es.

Cuando hablamos por teléfono, Natalia me contó que antes se llamaba Andrey y que todavía hace unos años “ella” era “él”. Entonces en este momento, mi cabeza está llena de dudas y contradicciones. Estoy, en realidad, llena de estereotipos, como muchos de quienes se enteran de que tiene pene y no vagina o de quienes la ven pararse en las esquinas para vender sexo por unos cuantos dólares.

Antes de venir, me ha dicho que está dispuesta a contarme cada detalle de su vida para que no quede ni una sola duda sobre la forma en que quiere que la traten en la calle: como una persona más.

Ella quiere que el mundo entienda de qué se trata eso de nacer con órganos sexuales masculinos pero sentirse del género contrario.

Así nació Andrey.

Andrey, me cuenta ella, era un niño solitario con mil preguntas en la cabeza. En 1997, por ejemplo, le preguntó a su maestra de quinto grado, en una clase sobre la división de los sexos, cuándo sería que a él le nacería una vagina.

Su pregunta era sincera: Andrey se sintió distinto desde que tiene memoria. A los 12, le confesó a su madre que él no era gay porque era hombre y no mujer. A los 14, se cambió informalmente el nombre a Natalia, que significa “volver a nacer”.

A los 18 empezó a ser trabajadora sexual, como muchas de las personas trans que viven en condiciones de pobreza. A los 19 se fue para Europa, se rellenó las rodillas y a los 20 se puso senos.

Solo en San José de Costa Rica, la organización transvida, que ella dirige, calcula que deben existir unas 500 personas trans que venden sexo para ganarse la vida.

La hipersexualización de su cuerpo por parte de una sociedad que no está culturalmente preparada para aceptar “lo diferente”, ese exotismo de tener pene y senos rellenos atrae a los compradores de sexo y, muchas veces, las lleva a tomar un camino para nada fácil pero del que luego no saben cómo apartarse.

Natalia, como todas y como todos, tiene sueños y aspiraciones. Ella quiere preparar modelos para concursos de belleza y su sueño es ser artista plástica. Como nació en una zona de riesgo social, también le gustaría ayudar a las niñas a defenderse de las constantes abusos a los que las someten sus mismos familiares.

“¿Pero quién me va a dar trabajo a mí?”, se pregunta, todavía sin probar el sandwich de pollo que le han traído a la mesa.

Durante años, Natalia ha arrastrado su nombre de pila en la cédula de identidad y eso promueve las preguntas incómodas de sus potenciales empleadores. Las entrevistas de trabajo suelen terminar en un “muchas gracias, no nos llame, nosotros le llamamos”.

Algunas veces, se abre un pequeño hueco de luz. Meses después de esta entrevista, Natalia saldrá en todos los periódicos del país pues una galería la ha contratado para que decore sus muros con pinturas y diseños. También logrará que el registro nacional avale el nombre escogido por ella en la cédula de identidad.

Pero cuando le pregunto qué quiere ser ella, realmente, Natalia simplemente dice que quiere ser mujer y quiere ser tratada como tal. Nada más.