Desnuda frente al espejo
Mario E. Archila

Desnuda frente al espejo

La verdadera clave del deseo está en desearse primero a uno mismo. Esa satisfacción especial que da saber que uno es atractivo y que vale madre lo que piense el resto de la gente, es uno de los mejores filtros de belleza

Fuente| Escrito por Luisa Fernanda Toledo / colaboradora de la Revista Guatemalteca Nómada

Endereza la espalda, aplana el vientre, levanta la mirada y sube las comisuras de la boca en una de esas sonrisas que dan miedo pero que atraen inexorablemente.

Y es de las cosas más difíciles de obtener, sobre todo cuando se es mujer. “Estás gorda. Estás flaca. Estás muy alta. Estás muy baja. Muy blanca. Muy morena. Muy colocha. Muy lisa.” Luchamos contra las mujeres de las fotos que no se parecen ni a ellas mismas y sentimos que nuestras parejas podrían encontrar muchas opciones mejores que las que los esperamos.

Yo tengo cuarenta años y dos hijos que no han pasado en mi vida sin dejar su huella (cicatriz de la cesárea incluida). El espejo es mi compañero más cruel, porque los ojos que me miran son los míos y ésos no perdonan.

Allí está la lonja que no se va. Por allí se mueve la cadera como gelatina. Las arrugas se asoman con paso cada vez más seguro en mi cara. Estoy narizona. Tengo pecas que ya se han hecho manchas… Si fuera cuestión de describir todo lo malo que me encuentro, no terminaría nunca. Tal vez por eso solo hay dos espejos en toda mi casa.

Sin entrar en el análisis antropológico, de género, de sociedad, de todas las cosas importantes que presionan a querer verse ‘perfectas’, confieso que adentro de mi se sienta una niña insegura que no sabe realmente si es bonita o no.

Pero, con esos cuarenta años, a la par se ha comenzado a sentar cada vez más frecuentemente una mujer que abraza a la niña y le dice: “Que te pele.”

 

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Respondiendo cumplidos

Mi esposo es buen apreciador de la belleza. Por algo toma fotos de mujeres en varios estados de desnudez. Y lo tengo harto con mis respuestas evasivas cada vez que me dice que estoy buenota. “Mira aquí esta panza que no se va.” “No hay modo de hacerme cintura.” “Ya se me está ajando la cara”. ¿Así qué hombre en su sano juicio va a querer hacerme un cumplido, menos aún cogerme? No hombre, si no hay nada mejor que pararse en tanga en medio del cuarto y decir: “Mírame qué bien me están funcionando las sentadillas, ya tengo culo.”

La belleza física está mucho más ligada al interruptor de confianza que llevamos en el cerebro, que a la talla de jeans que nos ponemos. Últimamente he estado obligándome a tomarme selfies durante el día, postearlas en redes sociales y solo encontrarme lo bueno. No es (sólo) egocentrismo, es un ejercicio en reafirmar buenos modales con la persona que habito.

Envejecer es duro, sobre todo para una de mujer que no tiene tantos referentes de belleza que sobrepasen los treinta años. Por allí se escapa una Robin Wright (Claire Underwood, de 58 años), una Susan Sarandon (70), una Monica Bellucci (52 y babeo). Pero yo no tengo estilistas que me saquen como ellas a la calle, si apenas logro combinar el color del calzón con el pantalón para que no se marque.

Todo eso no ayuda a la hora de coger a gusto. Desnudarse frente a otro, por mucho que ese otro sea tan de uno casi como uno mismo, requiere mucha confianza.

Yo siento que me entrego vulnerable cuando me paro sin ropa dejándome ver por el hombre que me conoce hasta la última peca. Podría hacerme añicos con una palabra errante. Y no ha pasado. Ni con unas quince libras más. Ni después de cada parto cuando la piel me colgaba. Ni comparándome contra el cuerpo núbil que conoció hace veintidós años, ése que no tenía estrías, ni flojedades, ni surcos.

No hay cumplido que alivie la inseguridad.

Porque nada externo nos sana los pedazos dañados de nuestra propia autoestima. Eso solo se hace por dentro. A veces con un galón de gasolina y un buen fósforo para arrasar con lo que uno tenía antes.

Quitarme esos trabes me ha llevado a quitarme la ropa frente a extraños para que me tomen fotos y enseñarlas (en privado y solo a mis amigas y a mi marido, no llego a más). Me ha soltado los dedos para escribir. Me ha dejado momentos de silencio en los que me escucho.

Queriendo a la mujer del espejo

Luego de una pequeña crisis y una larga plática, mi marido me confesó que ya estaba harto de mi actitud hacia mí misma. Con justa razón.

La mujer del espejo merece mejores tratos que los que le he estado dando casi toda mi vida.

Se le miran los años en la piel, pero es porque ha vivido y lo ha hecho con una buena medida de felicidad. Ella me lleva. O al revés. Y es por ella que debo caminar recta, con la mirada firme, con la sonrisa en la boca.

Coger con alguien seguro de sí mismo es el mejor afrodisíaco.

Si esa persona se gusta a sí misma, algo bueno ha de tener y vale la pena buscárselo. Y hasta dan ganas de imitar esa seguridad. Si él se puede parar a ver al hombre del espejo y cantineárselo, yo también puedo hacer lo mío.

En los últimos meses he logrado contestar con un “gracias” a cada cumplido. Mi forma de vestir no ha cambiado, pero sí cómo lo llevo. Me miro menos la frente amplia y la nariz grande en las fotos que me tomo. Me gusto más. Para mí.

Los demás pueden tener sus propias opiniones. En esta etapa de mi vida, a la única a la que quiero parecerle despampanante es a esa mujer de ojos verdes que me mira callada en el reflejo. Sacarle una sonrisa me ha llevado toda una vida.

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